Por Beatriz Vignoli
La del artista y arquitecto rosarino es una obra singular y casi secreta, que se
nutre de colores, formas y mitologías de Europa y Oriente, como también de la literatura de Borges, la geometría fractal y diversas corrientes místicas.
Lázaro Diacovich (rosarino, arquitecto, 36 años) es uno de esos artistas “demiurgos”, o creadores de mundos, que ya no abundan. Trabaja en su taller de zona sur “de lunes a lunes más de diez horas por día”. Cuando no está produciendo viaja por Europa y por Oriente, que es su manera de imbuirse de colores, formas, espacios y mitologías que luego vuelca en su obra: una obra singular y casi secreta, que se nutre también de la literatura de Jorge Luis Borges, los laberintos, la geometría fractal y muy diversas corrientes místicas.
En los últimos cinco años realizó en Rosario dos exposiciones individuales. Gunas tuvo lugar en abril de 2013 en el espacio La Toma, donde Diacovich expuso lo producido desde 2011. Su nueva muestra, Mismidad, abarca tres años de su quehacer, abarrotando con 30 obras que produjo desde entonces en diversas técnicas (pintura, escultura y textiles) y materiales (pinturas, lienzo, madera, aluminio, etcétera), y se expone en la sala Leónidas Gambartes, en el segundo piso del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa (San Martín y San Juan), hasta el domingo 5 de abril.
“Creación” es un término que debe tomarse muy en serio a la hora de entrar al
universo Diacovich. Habiendo dejado afortunadamente atrás un primer y vacilante período figurativo de inspiración expresionista, en la última media década el artista se puso a construir su propio lenguaje abstracto y simbólico, donde las disciplinas de la pintura y la escultura se entrecruzan de un modo único para narrar
cosmogonías mediante el devenir de la pura forma. Una de las series de esculturas que expone en el Fontanarrosa, y que lleva el enigmático título de En el principio creó seis, consiste en una serie de “movimientos” que se expresan cada uno en una estructura diferente. Se trata de poliedros complejos cuyo armazón lineal queda invisibilizado bajo una urdimbre de hilos de colores, la trama tupida de los cuales teje los planos, a la vez que ofrece en cada plano una especie de pintura puntillista: en lugar de ser aplicados mediante pinceladas, los colores puros se traman literalmente entre sí mediante los hilos. Los segmentos de hilos resurgen en una repetición que va mutando sus combinaciones, haciendo del antiguo arte de la cestería un pixelado matemático.